viernes, 14 de septiembre de 2012

¿Quién, por consiguiente, me dirá que no goce de tantas alegrías admirables?

    Alégrate, pues, también tú siempre en el Señor (Flp 4,4), carísima, y que no te envuelva la amargura ni la oscuridad, oh señora amadísima en Cristo, alegría de los ángeles y corona de las hermanas (Flp 4,1); fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria (cf. Heb 1,3), fija tu corazón en la figura de la divina sustancia (cf. Heb 1,3), y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad (cf. 2 Cor 3,18), para que también tú sientas lo que sienten los amigos cuando gustan la dulzura escondida (cf. Sal 30,20) que el mismo Dios ha reservado desde el principio para quienes lo aman (cf. 1 Cor 2,9).
   Y dejando absolutamente de lado a todos aquellos que, en este mundo falaz e inestable, seducen a sus ciegos amantes, ama totalmente a Aquel que por tu amor se entregó todo entero (cf. Gál 2,20),  cuya hermosura admiran el sol y la luna, cuyas recompensas y su precio y grandeza no tienen límite (cf. Sal 144,3); hablo de aquel Hijo del Altísimo a quien la Virgen dio a luz, y después de cuyo parto permaneció Virgen.
   Adhiérete a su Madre dulcísima, que engendró tal Hijo, a quien los cielos no podían contener (cf. 1 Re 8,27; 2 Cr 2,5), y ella, sin embargo, lo acogió en el pequeño claustro de su sagrado útero y lo llevó en su seno de doncella.

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