miércoles, 10 de noviembre de 2010

¿CUÁL ES TU PRECIO?



Asistir a un programa de entretenimiento no era tu idea de una actividad de vacaciones, pero tus hijos deseaban ir, así que cediste. Ahora que estás aquí, empiezas a disfrutarlo. La actividad frenética del estudio es contagiosa. La música es alegre. El escenario es colorido. Y los riesgos son altos. «¡Más altos de lo que jamás han sido!» El anfitrión del programa se jacta. «Bienvenidos a ¿Cuál es tu precio? » Estás a punto de preguntarle a tu cónyuge si el cabello del animador era natural cuando este anuncia el premio: «¡Diez millones de dólares!» El auditorio no necesita que lo estimulen; estallan en un aplauso. «Es el juego más rico de la historia», dice con orgullo el animador. «¡Hoy alguno saldrá de aquí con un cheque por valor de diez millones!» -No seré yo -le dices entre risitas a tu hija mayor-. Nunca he tenido suerte con el azar. -Shhhh -susurra ella, señalando hacia el escenario-. Están a punto de extraer un nombre. Adivina cuál nombre llaman. En el instante que lleva decirlo, pasas de ser espectador a jugador. Tus hijos chillan, tu esposa grita y mil ojos observan cómo la muchacha bonita te toma de la mano y te acompaña hasta el escenario. «¡Abran la cortina!», ordena el animador. Te das vuelta y observas mientras se separan las cortinas y emites una exclamación ante lo que ves. Una carretilla color rojo brillante llena de dinero… rebosando de dinero. La misma señorita que te acompañó hasta el escenario ahora empuja la carretilla hacia donde te encuentras y la estaciona delante de ti. -¿Alguna vez viste diez millones de dólares? -pregunta el anfitrión de dientes perlados. -Hace bastante que no -contestas. El auditorio se ríe como si fueras un cómico.
-Hunde las manos -invita él-. Adelante, zambúllete. Miras hacia tu familia. Un hijo está con la boca abierta, uno está orando y tu cónyuge te anima con los pulgares levantados. ¿Cómo negarte? Te hundes hasta la altura de los hombros y te levantas, aprisionando contra tu pecho un montón de billetes de cien dólares. -Puede ser tuyo. Todo puede ser tuyo. La decisión es tuya. La única pregunta que deberás responder es «¿Cuál es tu precio?» Vuelve a resonar el aplauso, toca la banda y tragas con fuerza. Detrás de ti se abre una segunda cortina, que descubre un gran cartel. «¿Qué es lo que estás dispuesto a entregar?», está escrito en la parte superior. El anfitrión explica las reglas. -Lo único que debes hacer es aceptar una condición y recibirás el dinero. «¡Diez millones de dólares!» susurras para ti. No un millón ni dos, sino diez millones. Una suma nada desdeñable. Lindo ahorro. Diez millones de dólares alcanzarían para mucho, ¿verdad? Los costos de enseñanza cubiertos. Jubilación garantizada. Abriría las puertas de algunos autos o de una nueva casa (o varias). Se podría ser un gran benefactor con una suma tal. Ayudar a algunos orfanatos. Alimentar a algunas naciones. Edificar algunas iglesias. De repente comprendes: Esta es una oportunidad única en la vida. -Escoja. Sólo elija una opción y el dinero es suyo. Una voz grave desde otro micrófono comienza a leer la lista. «Ceda a sus hijos en adopción». «Prostitúyase por una semana». «Renuncie a su ciudadanía estadounidense». «Abandone su iglesia». «Abandone a su familia». «Mate a un desconocido». «Hágase un cambio de sexo quirúrgico». «Abandone a su esposa». «Cambie su raza». -Esa es la lista -proclama el animador-. Ahora haga su selección. Empiezan a tocar la música lema, el auditorio está en silencio y tu pulso está acelerado. Debes tomar una decisión. Nadie te puede ayudar. Estás sobre el escenario. La decisión es tuya. Nadie puede decirte qué cosa elegir.
Pero hay algo que te puedo decir. Puedo decirte lo que harían otros. Tus vecinos han dado sus respuestas. En una encuesta nacional formularon la misma pregunta, muchos dijeron lo que harían. Siete por ciento de los que respondieron asesinarían por esa cantidad de dinero. Seis por ciento cambiaría su raza. Cuatro por ciento cambiaría su sexo. Si el dinero es la medida del corazón, entonces este estudio reveló que el dinero está en el corazón de la mayoría de los estadounidenses. A cambio de diez millones de dólares: 
25% abandonaría a su familia. 
25% abandonaría su iglesia. 
23% se prostituiría por una semana. 
16% cedería su ciudadanía estadounidense. 
16% abandonaría a su cónyuge.
3% cedería a sus hijos en adopción.
Aun más revelador que lo que los estadounidenses harían por diez millones de dólares es el hecho de que la mayoría haría algo. Dos tercios de los encuestados accederían a por lo menos una, algunos a varias, de las opciones. En otras palabras, la mayoría no abandonaría el escenario con las manos vacías. Pagaría el precio necesario para ser dueño de la carretilla. ¿Qué harías tú? Mejor aún, ¿qué es lo que estás haciendo? «Deja de soñar, Max», dices tú. «Nunca he tenido la oportunidad de ganarme diez millones». Quizás no, pero has tenido la oportunidad de ganarte mil o cien o diez. El monto puede no haber sido el mismo, pero las opciones sí lo son. Lo cual hace que la pregunta sea aun más inquietante. Algunos están dispuestos a abandonar a su familia, su fe o sus principios morales por mucho menos de diez millones de dólares. Jesús tenía una palabra para eso: avaricia .
Jesús también tenía una definición para la avaricia. Decía que era la práctica de medir la vida según las posesiones. La avaricia equipara el valor de una persona con su cartera. 1. Tienes mucho = eres mucho. 2. Tienes poco = eres poco. La consecuencia de semejante filosofía es predecible. Si eres la suma de lo que tienes, es necesario que seas dueño de todo. Ningún precio es demasiado elevado. Ningún pago demasiado costoso. Ahora bien, existen muy pocos que serían culpables de avaricia descarada. Jesús lo sabía. Es por eso que advirtió en contra de «toda avaricia» ( Lucas 12.15 ). La avaricia tiene muchas caras. Cuando vivíamos en Río de Janeiro, Brasil, fui a visitar a un miembro de nuestra congregación. Había sido un fuerte líder en la congregación, pero durante varios domingos no lo habíamos visto ni sabíamos nada de él. Unos amigos me dijeron que había heredado algo de dinero y estaba construyendo una casa. Lo encontré en el sitio de la construcción. Había heredado trescientos dólares. Con el dinero había adquirido un minúsculo lote adyacente a un pantano contaminado. El pequeño terreno era del tamaño de un garaje. Sobre el mismo, estaba construyendo una casa de una habitación. Me llevó a efectuar un recorrido del proyecto… se requirieron unos veinte segundos. Nos sentamos al frente y conversamos. Le dije que lo habíamos echado de menos, que la iglesia necesitaba que regresase. Se quedó callado, luego giró y miró su casa. Cuando volvió su vista hacia mí, sus ojos estaban humedecidos. «Tienes razón, Max», confesó. «Supongo que simplemente me volví demasiado avaro». Me vinieron deseos de decir: ¿Avaro? Estás construyendo una choza en un pantano y lo llamas avaricia? Pero no dije nada porque él tenía razón. La avaricia es relativa. La avaricia no se define por lo que cuestan las cosas; se mide por lo que te cuesta a ti. Si cualquier cosa te cuesta tu fe o tu familia, el precio es demasiado alto.

Eso es lo que Jesús destaca en la parábola del inversionista. Parece ser que un hombre obtuvo una abultada ganancia inesperada de una inversión. La tierra produjo una cosecha abundante. Se encontró con efectivo de sobra y una envidiable pregunta: «¿Qué haré con mis ganancias?» No le lleva mucho tiempo decidir. Las guardará. Hallará la forma de almacenarlas para poder vivir la buena vida. ¿Su plan? Acumular. ¿Su meta? Beber, comer, lucirse y descansar. Mudarse a un clima tropical, jugar al golf, relajarse y descansar. De repente, el hombre muere y se escucha otra voz. La voz de Dios. Dios no le dice nada agradable al hombre. Sus palabras iniciales son: «¡Insensato!» En la tierra el hombre era respetado. Lo honran con un hermoso funeral y un féretro de caoba. Trajes de franela gris llenan el auditorio aportando su admiración hacia el sagaz hombre de negocios. Pero en el primer banco está una familia que ya empieza a reñir por los bienes dejados por su padre. «¡Insensato!», declara Dios. «¿Para quién será, entonces, lo que has preparado para ti?» ( Lucas 12.20 , NVI).
El hombre se pasó la vida construyendo una casa de cartas. No vio la tormenta que se aproximaba. Y ahora, el viento ha soplado.
La tormenta no fue la única cosa que no vio.
Nunca vio a Dios. Observa sus primeras palabras después de su gran ganancia. «¿Qué voy a hacer?» (v. 17 , NVI). Se dirigió al lugar equivocado y formuló la pregunta equivocada. ¿Qué habría sucedido si se hubiese dirigido a Dios para preguntar: «¿Qué quieres tú que haga?» El pecado de este hombre no fue que hizo planes para el futuro. Su pecado fue que sus planes no incluían a Dios. Imagina si alguno te tratara así. Digamos que contratas a una persona para cuidar de tu casa durante un fin de semana. Le dejas las llaves, dinero e instrucciones. Y partes para disfrutar de tu viaje. Al regresar, descubres que tu casa la han pintado de color violeta. Se han cambiado las cerraduras, así que tocas el timbre y contesta el encargado. Antes de que puedas decir palabra, te acompaña adentro mientras proclama: -¡Mira cómo he decorado mi casa! La chimenea se ha reemplazado con una cascada de agua. El alfombrado se ha reemplazado por baldosas de color rosa y retratos de Elvis sobre terciopelo negro cubren las paredes. -¡Esta no es tu casa! -declaras-. Es mía. -Esas posesiones no son tuyas -nos recuerda Dios-. Son mías. «AL SEÑOR tu Dios pertenecen los cielos y los cielos de los cielos, la tierra y todo lo que en ella hay» (Deuteronomio 10.14 , Biblia de las Américas). La regla financiera de Dios de mayor preponderancia es: Nada nos pertenece. Somos administradores, no dueños. Mayordomos, no terratenientes. Personas de mantenimiento, no propietarios. Nuestro dinero no es nuestro; es suyo. Este hombre, sin embargo, no tuvo en cuenta eso. Por favor, nótese que Jesús no criticó la riqueza de este hombre. Criticó su arrogancia. Las palabras del hombre rico son indicio de sus prioridades. Voy a hacer esto: Derribaré… Almacenaré… Y me diré: Tienes bastantes cosas buenas ( Lucas 12.18–19 , NVI) A un estudiante se le pidió una vez que definiera las palabras yo y mío . Respondió: «Pronombres agresivos». Este hombre rico era agresivamente egocéntrico. Su mundo estaba centrado en él mismo. Estaba ciego. No veía a Dios. No veía a otros. Sólo veía su yo. «Insensato», le dijo Dios. «Esta misma noche te reclamarán la vida» (v. 20 , NVI). Extraño, ¿verdad?, que este hombre tuviese el sentido suficiente para obtener riqueza, pero no para prepararse para la eternidad. Lo que resulta aún más extraño es que cometemos el mismo error. Quiero decir, no es como si Dios mantuviera el futuro en secreto. Un vistazo a un cementerio debiera recordarnos; todos mueren. Una visita a un funeral debiera convencernos; no nos llevamos nada. Las carrozas fúnebres no cargan equipajes. Los muertos no empujan carretillas cargadas de diez millones de dólares. El programa de entretenimiento era ficticio, pero los hechos son verdaderos. 
Estás sobre un escenario. 
Te han entregado un premio. 
Los riesgos son altos. Muy altos.
¿Cuál es tu precio?

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