No hallaréis la paz verdadera más que en la humildad.
Despreciaos sinceramente delante de Dios y hacedlo cada vez más. Intentad al
menos hacerlo; veréis los resultados. Si pudierais llegar a amar
(voluntariamente) la humillación y la contradicción, habríais dado un gran paso
hacia Dios. Aceptad francamente y sin discusión interior o exterior las pequeñas
humillaciones cotidianas. Procuradlo; sólo cuesta el primer paso. Podría así
arraigarse el hábito. Y entonces, ¡qué alegría y qué paz!.
Amar que a uno le humillen y le tengan por nada es una gracia.
Pedidla sin cesar, pero sosegadamente.
En la práctica, reconocer que no tiene uno razón, es perder
poco y ganar mucho.
Aceptad humildemente no gustar a todo el mundo; querer lo
contrario sería querer lo imposible.
Velad sobre vuestra necesidad de criticar y de contradecir a
los demás como para mejor afirmaros ante vuestros propios ojos. Decid vuestro
sentir con sencillez, exactitud, claridad y brevedad; tened calma luego y
orad.
Continuad vuestros esfuerzos, aunque sean infructuosos. Dios os
los pide para poder recompensaros. Permite su fracaso, aparente o real, para
humillaros. Necesitáis de la humillación como de un freno. Cuanto más doloroso
sea, os es más necesario. Pues nada nos esconde como la humillación. Y nada nos
humilla como nuestros defectos.
Amad vuestros defectos. Os humillan y os proporcionan la
materia prima de vuestros esfuerzos. Pero corregidlos también. Acordaos del
proverbio: «Quien bien ama, bien castiga». Y no traduzcáis «bien» por «mucho».
Dejad a esa palabra todo su sentido de mesura, prudencia y firmeza, pero no de
dureza. Consideradlos como una mina inagotable de méritos y de humillaciones. En
este sentido lamentaría que no tuvierais defectos.
Si alguien nos juzgara tal y como nos conocemos, nos haría
sufrir mucho. Y todavía más si nos dijera su fallo. Pues nada nos duele tanto,
aunque reconozcamos ser unos miserables, como una simple mirada del prójimo
cuando éste nos juzga con nuestra propia medida y, por consiguiente, nos
desprecia. Nuestro fondo de orgullo nos hace sentirla como un hierro candente,
como una quemadura que consume. Hay almas que no pueden sobrevivir al golpe de
haber cometido una falta y al menosprecio que ésta trae consigo. ¡Qué hábiles
somos para responder a los reproches y cuántas precauciones tomamos para evitar
la más pequeña humillación! Pero nada es tan contrario a la paz como esto. ¿Se
tiene paz cuando no se puede tolerar la menor falta de consideraciones? Jamás
podrá Dios conceder sus gracias a un alma que siga preocupada con estas
opiniones humanas que tan inexactas son a menudo; eso es buscar un bien que Dios
se reservó. Y es a Dios a quien hemos de procurar agradar para que nos mire cada
día más favorablemente en lugar de ingeniarnos para que los demás tengan siempre
buena opi-nión de nosotros, haciendo valer para ello no sólo nuestros dones
naturales, sino, incluso, las gracias sobrenaturales. Ahora bien, la vanidad
espiritual es la peor de todas y prueba con un signo cierto que esas gracias no
vienen de Dios o que Él ya no las concederá. Porque así es imposible entrar en
su Reino.
Se trata, pues, de practicar la humildad en la medida en que
exista realmente en el alma, a fin de practicarla, de desarrollarla, de
arraigaría y de hacerla progresar. Lo que hemos de encontrar es la fórmula
sencilla que traduzca el hecho y de la cual salga a la vez la humillación. Si,
por ejemplo, rompéis un vaso en la mesa, en vez de decir: «Qué torpe soy;
siempre hago lo mismo», o «El vaso se me deslizó de entre las manos y se ha
roto», etc., decid sencillamente: «He roto un vaso», en tono humilde, con el
sincero deseo de no disminuir u ocultar vuestra torpeza. E incluso, en ciertos
casos, no digáis nada, pero que vuestro silencio traduzca las verdaderas
disposiciones de vuestra alma.
No os esforcéis demasiado por hacer que broten en vosotros
sentimientos de humildad, pero «ejercitaos» tal como hemos dicho, a menos de que
por «sentimientos» entendáis, no gustos sensibles, sino disposiciones del alma,
actitudes espirituales.
¡ Oh, qué dispuestos estaríamos a recibir las gracias de Dios
si tuviéramos un juicio recto y exacto sobre nosotros mismos; sobre nuestras
verdaderas cualidades, reconociéndolas sin exagerarlas y refiriéndolas a Dios; y
sobre nuestros verdaderos defectos y nuestras miserias, sin exagerarlas tampoco,
sino viéndolas a la luz de Dios! El orgullo sería entonces imposible. Los Santos
vivían bajo esta luz. Pequeñas faltas que nosotros consideramos como naderías
les parecían enormes a causa de su altísima idea de la santidad de Dios y de su
horror profundo por la menor imperfección. Y como estaban iluminados de una
manera extraordinaria, la humildad de abyección les confundía cuando
contemplaban su miseria y les hacía pronunciar sobre sí mismos unos juicios que
nos asombran.
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