viernes, 21 de enero de 2011

Un corazón compasivo (M. Lucado)

¿Puedo pedirle que se mire la mano por un momento? Mire el envés, después la palma. Vuelva a familiarizarse con sus dedos. Pase su pulgar por sus nudillos. ¿Qué tal si alguien filmara un documental de sus manos? ¿Qué tal si algún productor quisiera contar su historia basándose en la vida de sus manos? ¿Qué vería? Como con todos nosotros, la película empezaría con un puño infantil, luego una vista en primer plano de una pequeña manita sosteniéndose del dedo de la mamá. Después, ¿qué? ¿Sosteniéndose de una silla cuando usted aprendía a andar? ¿Sosteniendo una cuchara cuando aprendía a comer? No pasa mucho tiempo en el drama antes de que vea su mano mostrando afecto, acariciando la cara del papá o al perro. Tampoco pasa mucho tiempo para que vea su mano actuando agresivamente: empujando a su hermano mayor, o arrebatando un juguete. Todos nosotros aprendemos que la mano es muy apropiada para la supervivencia; es una herramienta de expresión emotiva. La misma mano puede ayudar o lastimar, extenderse o hacerse puño, levantar a alguien o empujarlo para que caiga.
Si le muestra ese documental a sus amigos, usted se sentirá orgulloso de algunos momentos: su mano extendiéndose con un regalo, poniendo un anillo en el dedo de otra persona, curando una herida, preparando una comida o plegadas en oración. Pero también hay otras escenas. Cuadros de dedos acusadores, puños crispados. Manos que toman más de lo que dan, exigiendo en lugar de ofrecer, lastimando en lugar de amar. Ah, el poder de nuestras manos. Déjelas sin control y se convierten en armas: agarrando para el poder, estrangulando para sobrevivir, seduciendo por el placer. Pero manejadas bien nuestras manos llegan a ser instrumentos de gracia: no solo instrumentos en las manos de Dios, sino las mismas manos de Dios . Ríndalas y esos apéndices con cinco dedos se convierten en las manos del cielo. Eso fue lo que Jesús hizo. Nuestro Salvador rindió por completo sus manos a Dios. El documental de sus manos no tiene escenas de codicia acaparando, ni dedos señalando sin base. Lo que sí tiene, es una escena tras otra de personas que anhelan fervientemente su toque compasivo: padres llevando a sus hijos, el pobre trayendo sus temores, el pecador llevando a hombros su aflicción. Cada uno que viene recibe el toque. Cada uno que es tocado cambia. Pero ninguno fue tocado o cambiado más que un leproso anónimo según Mateo 8 . Cuando descendió Jesús del monte, le seguía mucha gente. Y he aquí vino un leproso y se postró ante Él, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Jesús extendió la mano y le tocó, diciendo: Quiero; sé limpio. Y al instante su lepra desapareció. Entonces Jesús le dijo: Mira, no lo digas a nadie; sino ve, muéstrate al sacerdote, y presenta la ofrenda que ordenó Moisés, para testimonio a ellos ( Mateo 8.1–4 ). Marcos y Lucas escogieron contar la misma historia, pero, con las debidas disculpas a los tres escritores, debo decir que ninguno dice lo suficiente. Conocemos de la enfermedad del hombre, y su decisión, pero, ¿qué de lo demás? Se nos deja con preguntas. Los escritores no dan el nombre, ni la historia, ni descripción alguna. 

PROSCRITO AL MÁXIMO 

Algunas veces mi curiosidad me gana, y empiezo a hacer preguntas en voz alta. Eso es lo que voy a hacer aquí: preguntarme en voz alta sobre el hombre que sintió el toque compasivo de Jesús. Aparece una vez, tiene una petición y recibe un toque. Pero ese solo toque cambió su vida para siempre. Me pregunto si su historia sería algo así como esto:
Por cinco años nadie me tocó. Nadie. Ni una sola persona. Ni siquiera mi esposa, ni mi hija, ni mis amigos. Nadie me tocaba. Me veían. Me hablaban. Sentía cariño en sus voces. Veía preocupación en sus ojos. Pero nunca sentí su toque. No lo había. Ni una sola vez. Nadie me tocó. Lo que es común entre ustedes, yo lo codiciaba. Apretones de mano. Cálidos abrazos. Una palmada en el hombro para llamarme la atención. Un beso en los labios para robarse un corazón. Tales momentos fueron sacados de mi mundo. Nadie me tocó. Nadie se tropezó conmigo. Qué no hubiera dado yo porque alguien se tropezara conmigo, que me apretujaran en una multitud, que mis hombros se rozaran contra los de otro. Pero por cinco años nada de eso ocurrió. ¿Cómo podría? Ni siquiera se me permitía andar por las calles. Incluso los rabinos se mantenían a distancia. No se me permitía ir a la sinagoga. Ni siquiera me recibían en mi propia casa. Yo era un intocable. Era leproso. Nadie me tocaba. Hasta hoy. Me pregunto por este hombre porque en los tiempos del Nuevo Testamento la lepra era la enfermedad más temida. La condición dejaba el cuerpo como una masa de úlceras y putrefacción. Los dedos se encogían y se retorcían. Pedazos de piel perdían el color y hedían. Ciertos tipos de lepra matan las terminaciones nerviosas, y eso produce la pérdida de dedos de las manos, de los pies, e incluso pies y manos. La lepra era muerte a centímetros. Las consecuencias sociales eran más severas que las físicas. Considerada contagiosa, al leproso se le obligaba a guardar cuarentena, proscrito a una colonia de leprosos. En las Escrituras el leproso es símbolo del máximo proscrito: infectado por una condición que no buscó, rechazado por los que lo conocían, evadido por personas que no conocía, condenado a un futuro que no podía soportar. En la memoria de cada proscrito debe haber quedado el día en que se vio obligado a enfrentar la verdad: la vida nunca sería lo mismo. Un año durante la siega noté que mi mano no podía sostener la guadaña con la misma fuerza. Tenía los dedos adormecidos. Primero fue un dedo, y después otro. Al poco tiempo podía empuñar la guadaña pero ni siquiera la sentía. Al terminar la temporada no sentía nada con las manos. La mano que empuñaba el mango bien podía haber pertenecido a algún otro; había desaparecido toda sensación. No le dije nada a mi esposa, pero ella sospechaba algo. ¿Cómo podría no sospechar? Yo llevaba mi mano contra mi cuerpo como ave herida.
Una tarde hundí la mano en una palangana de agua para lavarme la cara. El agua se puso roja. Un dedo sangraba, con hemorragia. Ni siquiera sabía que me había lastimado. ¿Cómo me corté? ¿Con algún cuchillo? ¿Acaso rocé con la mano algún metal afilado? Debe haber sido, pero no sentí nada. -Está también en tu ropa -me dijo mi esposa quedamente. Estaba detrás de mí. Antes de mirarla, miré las manchas rojas en mi vestido. Por largo rato me quedé sobre la palangana, contemplando mi mano. Algo me decía que mi vida había quedado alterada para siempre. -¿Quieres que te acompañe para ir a ver al sacerdote? -me preguntó. -No -dije con un suspiro-. Iré solo. Me volví y vi sus ojos húmedos. Junto a ella estaba nuestra hija de tres años. Agachándome, le miré directamente a los ojos y le acaricié la mejilla, sin decir nada. ¿Qué podía decir? Me enderecé y miré a mi esposa de nuevo. Ella me tocó el hombro, y con mi mano buena toqué la de ella. Sería nuestro toque final. Cinco años han pasado, y desde entonces nadie me había tocado, hasta ahora. El sacerdote no me tocó. Me miró la mano, que ahora llevo envuelta en un trapo. Me miró a la cara, ahora ensombrecida por la tristeza. Nunca le he echado la culpa por lo que dijo. Sencillamente estaba haciendo según había sido instruido. Se cubrió la boca y extendió su mano, con la palma hacia afuera. «Eres inmundo», me dijo. Con ese pronunciamiento perdí a mi familia, mi granja, mi futuro, mis amigos. Mi esposa me vino a encontrar en las puertas de la ciudad, con una bolsa de ropa, y pan y monedas. No dijo nada. Para entonces algunos amigos se habían reunido. Lo que vi en sus ojos fue precursor de lo que he visto en todo ojo desde entonces: compasión llena de temor. Cuando yo salía, ellos se alejaban. Su horror por mi enfermedad era más grande que su preocupación por mi corazón; y así ellos, al igual que todo el mundo desde entonces, retroceden.
 
La proscripción de un leproso parece rigurosa, innecesaria. Sin embargo, el Antiguo Oriente no ha sido la única cultura que ha aislado a sus heridos. Nosotros tal vez no construyamos colonias ni nos cubramos la boca en su presencia, pero ciertamente construimos paredes y apartamos los ojos. La persona no tiene que ser leprosa para sentirse en cuarentena.
Uno de mis recuerdos más tristes tiene que ver con mi amigo de cuarto grado, Jerry. Él y otra media docena de nosotros éramos objeto eternamente presente e inseparables en el patio. Un día llamé a su casa para ver si podía salir a jugar. Contestó el teléfono una voz maldiciente, ebria, que me decía que Jerry no podía salir ni ese día ni nunca. Les conté a mis amigos lo que ocurrió. Uno de ellos me explicó que el padre de Jerry era alcohólico. No sé si supe lo que esa palabra quería decir, pero lo aprendí muy pronto. Jerry, el que jugaba segunda base; Jerry, el de la bicicleta roja; Jerry, mi amigo de la esquina era ahora «Jerry, el hijo del borracho». Los muchachos pueden ser crueles, y por alguna razón fuimos muy crueles con Jerry. Estaba infectado. Como el leproso, sufrió de una condición que él no creó. Como el leproso, lo proscribimos de nuestra población. El divorciado conoce estos sentimientos. Igual el lisiado. El desempleado lo ha sentido, al igual que el que tiene educación escasa. Algunos se retraen de las madres solteras. Mantenemos nuestra distancia de los deprimidos y de los enfermos deshauciados. Tenemos vecindarios para inmigrantes, asilos de convalescencia para los ancianos, escuelas para los retardados, centros para los adictos y prisiones para los criminales. El resto sencillamente tratamos de alejarnos de todo eso. Solo Dios sabe cuántos Jerrys están en exilio voluntario: individuos que viven vidas calladas, solitarias, infectadas por sus temores de rechazo y sus recuerdos de la última vez que lo intentaron. Prefieren que no se los toque antes que arriesgarse a que se les lastime.
Ah, ¡cuánta repulsión sentían los que me veían! Cinco años de lepra me han dejado las manos retorcidas. Me faltan varias falanges en varios dedos, al igual que pedazos de mis orejas y de la nariz. Al verme los padres agarran a sus hijos. Las madres se cubren la cara. Los niños me señalan con el dedo y se quedan mirándome. Los trapos no pueden esconder las llagas de mi cuerpo. Tampoco el trapo con que me envuelvo la cara para ocultar la ira de mis ojos. Ni siquiera trato de esconderla. ¿Cuántas noches no levanté mi puño crispado contra el cielo silencioso? «¿Qué hice para merecer esto?» Pero nunca recibí respuesta. Algunos piensan que pequé. Algunos piensan que mis padres pecaron. No lo sé. Todo lo que sé es que me hastié de todo: de dormir en la colonia, de percibir el hedor. Me hastié de la condenada campanilla que debía llevar al cuello para advertir a la gente de mi presencia. Como si la necesitara. Una mirada y los anuncios empezaban: «¡Inmundo! ¡Inmundo! ¡Inmundo!»
Hace varias semanas me atreví a andar por el camino de la aldea. No tenía ninguna intención de entrar en ella. El cielo sabe que todo lo que quería era echar un nuevo vistazo a mis campos. Echar una mirada a mi casa, y ver, si acaso por casualidad, la cara de mi esposa. No la vi; pero vi algunos niños jugando en un potrero. Me escondí detrás de un árbol y los vi corretear y salir corriendo. Sus caras se veían tan alegres y su risa tan contagiosa que por un momento, apenas por un momento, no fui ya un leproso. Fui de nuevo un agricultor. Fui padre. Fui un hombre.
Con la infusión de la felicidad de ellos salí de detrás del árbol, enderecé mi espalda, respiré profundamente … y entonces me vieron. Antes de que pudiera retirarme me vieron. Gritaron. Salieron al escape. Una , sin embargo, se quedó. Una se detuvo y me miró. No lo sé, ni podría decirlo con certeza, pero pienso, en realidad pienso, que era mi hija. No lo sé; no podría asegurarlo; pero pienso que ella buscaba a su padre. Esa mirada me hizo dar el paso que di hoy. Por supuesto que fue temerario. Por supuesto que fue un riesgo. Pero ¿qué podía perder? Se llama a sí mismo el Hijo de Dios. O bien escuchaba mi queja y me mataba, o aceptaba mi demanda y me sanaba. Eso era lo que yo pensaba. Me acerqué a Él desafiándolo. No me impulsaba la fe sino una ira desesperada. Dios había hecho una calamidad en mi cuerpo, y o bien tendría que restaurarlo o acabarlo. Pero entonces le vi, y cuando le vi cambié. Debes recordar que soy un agricultor, no poeta, así que no puedo hallar palabras para describir lo que vi. Todo lo que puedo decir es que las mañanas de Judea algunas veces son tan frescas y la salida del sol tan gloriosa que mirarla es olvidar el calor del día anterior y las heridas del pasado. Cuando miré su cara vi una mañana de Judea. Antes de que Él hablara, supe que se interesaba. De alguna manera supe que detestaba esta enfermedad tanto, si acaso no más, que yo. Mi ira se convirtió en confianza, y mi cólera en esperanza. Oculto detrás de una piedra le vi descender de la colina. Multitudes le seguían. Esperé hasta que estuviera a pocos pasos de donde yo estaba, y entonces me presenté. -¡Maestro! Se detuvo y me miró, al igual que docenas de otros. Un torrente de temor recorrió la multitud. Los brazos volaron para cubrir las caras. Los niños se agazaparon detrás de sus padres. «¡Inmundo!» gritó alguien. De nuevo, no los culpo. Yo era una masa maltrecha de muerte. Pero casi ni los oía. Casi ni los veía. He visto mil veces su pánico. No obstante, la compasión de Él nunca la había contemplado. Todo el mundo retrocedió, excepto Él. Entonces avanzó hacia mí. Hacia mí. Cinco años atrás mi esposa se me había acercado. Ella fue la última en hacerlo. Ahora Él lo hacía. No me moví. Sencillamente le dije: -Señor: tú puedes limpiarme, si lo quieres.
Si Él me hubiera sanado con una palabra, hubiera quedado más que encantado. Si me hubiera curado con una oración, me habría regocijado. Pero no quedó satisfecho con hablarme. Se me acercó. Me tocó. Cinco años atrás mi esposa me había tocado. Desde entonces nadie me había tocado. Hasta hoy. -Quiero -sus palabras fueron tiernas como su toque-. Sé limpio. La energía me llenó el cuerpo como el agua en un campo arado. En un instante, en un momento, sentí calor donde había habido insensibilidad. Sentí fuerza donde había habido atrofia. Mi espalda se enderezó, y mi cabeza se levantó. Donde yo había estado con un ojo a nivel de su cintura, ahora estaba mirándolo al nivel de su cara. Su cara sonriente. Me tomó las mejillas con sus manos, y me acercó tanto que pude sentir el calor de su aliento y ver la humedad de sus ojos. -No lo digas a nadie. Pero ve y muéstrate al sacerdote, y ofrece la ofrenda que Moisés ordenó para la gente que es sanada. Esto le mostrará a la gente lo que he hecho. Y eso es lo que estoy haciendo. Voy a mostrarme al sacerdote y abrazarlo. Me mostraré a mi esposa, y la abrazaré. Levantaré a mi hija, y la abrazaré. Nunca olvidaré al que se atrevió a tocarme. Podía haberme sanado con una palabra; pero quería hacer más que sanarme. Quería darme honor, validarme. Imagínate: indigno de que me toque el hombre, y sin embargo digno del TOQUE DE DIOS.

miércoles, 12 de enero de 2011

UN CORAZÓN COMO EL SUYO (M. Lucado)

    ¿Qué tal si por un día Jesús se convirtiera en usted? ¿Qué tal si por veinticuatro horas Jesús se levantara de su cama, de la de usted, anduviera en sus zapatos, viviera en su casa, y siguiera su horario? ¿Su jefe sería el jefe de Él, su madre sería la madre de Él, sus dolores serían los de Él? Con una excepción, nada en su vida cambia. Su salud no cambia. Sus circunstancias no cambian. Su horario no se altera. Sus problemas no se resuelven. Solo un cambio ocurre. ¿Qué tal si, por un día y una noche, Jesús viviera la vida suya con el corazón de Él? El corazón que usted tiene en el pecho tiene el día libre y su vida la dirige el corazón de Cristo. Las prioridades de Él gobiernan sus acciones. Las pasiones de Él impulsan sus decisiones. El amor de Cristo dirige su conducta. ¿Cómo sería? ¿Notaría la gente algún cambio? Su familia, ¿vería algo nuevo? Sus compañeros de trabajo, ¿percibirían alguna diferencia? ¿Qué tal de los menos afortunados? ¿Los trataría de la misma manera? ¿Qué tal sus amigos? ¿Detectarían más alegría? ¿Qué tal sus enemigos? ¿Recibirían más misericordia del corazón de Cristo que del suyo? ¿Y usted? ¿Cómo se sentiría? ¿Qué alteraría este trasplante en su nivel de tensión? ¿En sus cambios de talante? ¿En sus arranques temperamentales? ¿Dormiría mejor? ¿Vería diferente la puesta del sol? ¿La muerte? ¿Los impuestos? ¿Necesitaría menos aspirinas y sedativos? ¿Qué tal en su reacción a las demoras en el tránsito? (Eso duele, ¿no?) ¿Temería todavía lo que teme? Mejor todavía, ¿seguiría haciendo lo que está haciendo? ¿Haría usted lo que ha planeado por las siguientes veinticuatro horas? Deténgase y piense en su horario. Obligaciones, citas, salidas, compromisos. Con Jesús apoderándose de su corazón, ¿cambiaría alguna cosa? 
Siga trabajando en esto por un momento. Ajuste el lente de su imaginación hasta que tenga un cuadro claro de Jesús guiando su vida, entonces oprima el obturador y retrate la imagen. Lo que usted ve es lo que Dios quiere. Él quiere que usted piense y actúe como Jesucristo (Véase Filipenses 2.5 ). El plan de Dios no es nada menos que un nuevo corazón. Si usted fuera un coche, Dios querría controlar su motor. Si fuera una computadora, Dios controlaría los programas y el disco duro. Si fuera un aeroplano, tomaría asiento en la cabina de mando. Pero usted es una persona, así que Dios quiere cambiarle el corazón. Pablo dice: «Y renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestios del nuevo hombre [que es tener un nuevo corazón], creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad» ( Efesios 4.23–24 ). Dios quiere que usted sea como Jesús. Quiere que tenga un corazón como el de Él. Voy a correr un riesgo. Es peligroso resumir en una sola declaración verdades grandiosas, pero voy a intentarlo. Si una frase o dos pudieran captar el deseo de Dios para cada uno de nosotros, diría lo siguiente: Dios lo ama tal como es, pero rehúsa dejarlo así. Él quiere que usted sea como Jesús. Dios lo ama tal como usted es. Si piensa que su amor por usted sería más fuerte si su fe lo fuera, se equivoca. Si piensa que su amor sería más profundo si sus pensamientos lo fueran, se equivoca de nuevo. No confunda el amor de Dios con el cariño de la gente. El cariño de la gente por lo general aumenta con el desempeño y disminuye con los errores. Pero no es así con el amor de Dios. Dios le ama exactamente como usted es. Cito al autor favorito de mi esposa:
El amor de Dios nunca cesa. Jamás. Aun cuando le desdeñemos, le ignoremos, le rechacemos, le menospreciemos, le desobedezcamos, Él no cambia. Nuestro mal no puede disminuir su amor. Nuestra bondad no puede aumentarlo. Nuestra fe no se lo gana así como nuestra necedad no lo estorba. Dios no nos ama menos porque fracasemos ni más porque triunfemos. El amor de Dios nunca cesa.

   Dios lo ama tal como usted es, pero rehúsa dejarlo así. Cuando mi hija Jenna tenía aproximadamente dos años solía llevarla a un parque cercano a nuestro departamento. Cierto día ella estaba jugando en un montículo de arena, y un vendedor de helados se acercó. Le compré una golosina, y cuando me volví para dársela a la niña, vi que tenía la boca llena de arena. Donde yo quería poner algo sabroso ella había puesto tierra. ¿La amé con su boca sucia? Claro que sí. ¿Era ella menos hija mía por su boca llena de arena? Por supuesto que no. ¿La dejaría yo con la arena en su boca? Ni en sueños. La quería exactamente como ella era, pero rehusé dejarla como estaba. La llevé hasta un grifo de agua y le lavé la boca. ¿Por qué? Porque la quería. Dios hace lo mismo con nosotros. Nos lleva a la fuente. «Escupe la tierra, cariño», nos insta nuestro Padre. «Tengo algo mejor para ti». Así nos limpia de nuestra inmundicia: inmoralidad, falta de honradez, prejuicios, amargura, avaricia. No nos gusta que nos limpie; algunas veces preferimos la tierra en lugar del helado. «¡Puedo comer tierra si se me antoja!» proclamamos y nos enfadamos. Lo cual es cierto; podemos. Pero si lo hacemos, nosotros perdemos. Dios tiene una oferta mejor. Quiere que seamos como Jesús. ¿No son esas buenas noticias? Usted no está atascado con su personalidad actual. No está condenado al «reino de los gruñones». Usted es maleable. Aun cuando se haya afanado todos los días de su vida, no necesita afanarse el resto de su vida. ¿Qué tal si nació como un intolerante? No tiene por qué morir siéndolo. ¿De dónde sacamos la idea de que no podemos cambiar? ¿De dónde vienen afirmaciones tales como: «Es mi naturaleza preocuparme», o «siempre he sido pesimista. Así soy yo», o «tengo mal genio. No puedo evitarlo»? ¿Quién lo dice? ¿Diríamos cosas similares respecto a nuestro cuerpo? «Es mi naturaleza tener una pierna rota. No puedo hacer nada para evitarlo». Por supuesto que no. Si nuestros cuerpos funcionan mal, buscamos ayuda. ¿No deberíamos hacer lo mismo con nuestros corazones? ¿No deberíamos buscar ayuda para nuestras actitudes agrias? ¿No podemos pedir tratamiento para nuestros arranques de egoísmo? Por supuesto que podemos. Jesús puede cambiar nuestros corazones. Él quiere que tengamos un corazón como el suyo. ¿Puede usted imaginarse una mejor oferta?